Sueña con los polígonos, el frío y la cocaína que la acompañaron tantas noches. Vive incomunicada e inaccesible por miedo a que la encuentren aquellos que le pusieron un precio. Lejos ha quedado la esperanza de conseguir un futuro mejor por el que se vio involucrada en esta pesadilla disfrazada de cuento de hadas.Con 33 años dejó a sus hijas, sus dos empleos y su país natal, Uruguay. Una amiga con la que se crió se puso en contacto con ella y con sus amigas por Facebook: «Se había casado con un español. Nos decía que viniéramos a trabajar aquí, que se ganaba muy bien; que la vida era diferente».Llegó a Alcalá de Henares y la ubicaron entre los neones de los polígonos: «Para ser prostitución callejera el tema de los clientes para mí no fue tan cruel porque el trato era bueno. Obviamente, tenía que cumplir con mi tarea y me estaban pagando por sexo». Llegó a cobrar 500 euros al día.Pudo rehacer la maleta y volver a su país.Por poco tiempo.En 2020 tuvo que regresar a España; no tuvo otra opción que trabajar en la calle, incluso bajo la nieve. Cuando comenzó la pandemia se protegían de la policía porque estaban todas indocumentadas: «La policía siempre nos acosaba a preguntas, pero no podíamos responder porque siempre estuvimos amenazadas con nuestra familia». Eran tantas las limitaciones que no conseguía cobrar más de 50 euros al día. Así es como comenzaron sus problemas con la mujer que la embaucó: «Ella creía que la estábamos engañando, que mandábamos el dinero a Uruguay, siempre nos amenazaba y presionaba». Las condiciones en las que vivían eran inhumanas. No tenían comida, tampoco agua caliente y calefacción; ni siquiera en pleno diciembre. Salían a la calle a las 19:30 y hasta mucho después del amanecer, sobre las 10:00 del día siguiente, no regresaban. Las restricciones llegaban tan lejos que no tenían permitido ni abrigarse; nada de pantalones vaqueros; solo falda con mediasy unas botas, como mucho.
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